Me paro en el semáforo y miro a mi alrededor. Miro como
siempre a todos los que me rodean. De repente, a mi izquierda, un poco más
atrás que yo, veo una chica que estaba conmigo en el colegio. La típica chica
que denominaríamos rara, extraña o asocial. Y así sigue, con pintas de rara,
extrañas o de asocial.
Doy unos pasos para atrás con mi característico disimulo que
creo que poseo pero que en realidad no es nada disimulado. La observo, la miro,
la recuerdo en el colegio, en el patio, en el recreo, sin amigos. Echo la
mirada hacia la acera de enfrente, quizás para mirar cuánto le queda al
semáforo o quizás, simplemente, para disimular. Veo a una chica que no conozco
de nada. Lleva la típica camiseta que encuentras en el pull, el zara o el
lefties y que le ves a cualquier chica de entre quince y treinta años. Ríe de
una manera que alegra. Charla con la madre. Se la ve contenta. Y pienso. Y
comparo. Vuelvo a mirar a la izquierda. A la rara, extraña o asocial de mi
colegio. La veo con esos vaqueros y ese chaleco. Con una media sonrisa. En su
mundo. La veo y no puedo más que comparar a una con la otra.
El semáforo por fin se pone en verde. En estos momentos en
los que ando sin prisas, sin un fin, no me molestan los semáforos en rojo que
duran una vida, ni los coches que van a veinte por hora, ni siquiera las
mujeres mayores que invaden la acera y cuesta adelantar. Comienzo a caminar
lentamente dejando que me adelante. Y comienzo a caminar detrás suya. De
repente una cara conocida. Titubeo entre llamarlo o no pero al final me sale su
nombre de una manera efusiva, notándose la alegría de ver a una persona a la
que apreciabas después de tantos años. Nos saludamos, me pregunta, le cuento,
nos despedimos. No me ha llevado ni un minuto pero me voy contenta. Al fin y al
cabo, es la persona que me enseñó a nadar cuando era una enana.
Doblo la esquina y con la mirada busco a la rara, extraña o
asocial. Se me ha adelantado bastante así que acelero el ritmo y me coloco a
unos tres metros por detrás de ella. Mientras la sigo observo su caminar
destartalado, su pelo despeinado, su apariencia de estar en su mundo. Y
mientras la observo pienso en la balanza en la que se equilibra la manía de la
sociedad de etiquetar a la gente con la necesidad de pertenencia que nos
envenena. Y ella sigue caminando ajena a todo lo que pasa por mi cabeza, por la
cabeza de alguien que no para de observarla. Y así continuamos ambas un par de
manzanas más hasta que dobla la esquina, casualmente la esquina del colegio, y
la dobla de una manera tan peculiar como correcta. De una manera que no la
doblaría alguien con prisas, alguien que no va disfrutando de un paseo.
Durante unos metros más seguiré pensando en esta sociedad.
En la gente que se piensa especial pero no son más que una simple copia de
alguien que vino antes. En ir de algo cuando no se es nada. En las modas que
van y vienen. En el querer gustar, en el querer ser aceptados. En la manía de
juzgar lo raro, lo extraño o lo asocial cuando, realmente, los que juzgamos
somos lo que queremos ser como ellos: raros, extraños, especiales.
Y así continuaré un poco más mientras iba en busca de mi
ukelele..